Las tropas se congregaban a la salida de la gran tienda de campaña como feligreses a la espera de una aparición sagrada. La expectación llenaba el aire nocturno como una bruma casi tangible, mientras los soldados rezaban, cuchicheaban o incluso hacían apuestas sobre la suerte del viejo general. El muchacho se abrió camino sin dificultad entre los hombres, quienes creaban un sendero al cederle el paso en cuanto lo reconocían. Habían aprendido a respetarle, a seguirle sin dudar y a confiar en él; eso es lo que sus miradas le imploraban silenciosamente. Dinos que no va a morir, dinos que es inmortal, que se levantará una vez más como ha hecho tantas veces, eso le suplicaban. Esperanza.
Cuando apartó los cortinajes de la entrada, el olor del incienso y otras hierbas medicinales saturó su olfato. Varios ritones sostenidos sobre trípodes de bronce eran alimentados regularmente por varios apotecarios parsimoniosos, pero aparentemente incapaces de quedarse quietos. Con un gesto, el viejo general despidió a sus médicos y quedaron a solas el muchacho, el silencio y él. Por un momento, el interior de la tienda pareció inmenso, ocupado sólo por el camastro, una mesa de campaña llena de mapas y documentos y poco más. Al fondo, observando desde la penumbra como un testigo curioso, la armadura oscura del veterano colgaba vacía de su pie de madera.
La pulida armadura dorada del joven estratega y su impoluta capa blanca parecían estar fuera de lugar en aquel ambiente de penumbra que no dejaba a la vista más que una gama de grises y marrones, como si uno se viese envuelto de pronto en un gigantesco y antiguo pergamino. La inminencia de la muerte, el goteo de una vida que llega a su final, hizo que su juventud le pareciese insultante; sintió vergüenza, por un momento, como quien derrocha su dinero frente a un desarrapado. En el camastro, ante él, el poderoso pecho de su querido mentor se alzaba con una dificultad que contrastaba con su corpulencia. El veterano guerrero compartía, cada vez más, el color del ambiente que le rodeaba, como si poco a poco fuese disipándose hasta hacerse parte de la tienda que le había acompañado en tantas campañas. Incluso sus brazos, esos brazos famosos por su firmeza, yacían ahora con laxitud, su piel cenicienta surcada por un entramado difuso de antiguas cicatrices y tatuajes. Todo parecía haber sufrido como un mazazo inmisericorde y repentino el paso del tiempo. Todo, salvo su mirada.
-Eh, muchacho, aún no estás en mi velatorio. He pasado luchando toda mi vida, desde que me alistaron a la fuerza siendo más joven que tú. Algunos soldados piensan que esta reliquia, aquel ritual o cierto dios le protegerá de la muerte; otros se arrojan en la batalla como amantes desesperados o locos ebrios. A veces ocurre esto entre hombres que llevan demasiado tiempo cortejándola, se desmoronan y tratan de precipitar lo inevitable, tú ya lo has visto-el joven asintió gravemente, con las últimas batallas todavía candentes en su memoria-. Pero hay otros, unos pocos, que comprenden, que presienten, el modo en que la Parca reclama a los hombres. Ella baila con nosotros, los guerreros, danza a nuestro alrededor todo el tiempo, rozándonos, acariciándonos como una dama coqueta que sólo se deja seducir cuando ella lo desea. Por eso nunca la he temido, ni la he despreciado. Sabía de sobra que me encontraría cuándo y dónde quisiese, aunque debo admitir- dijo, mirando con tristeza sus armas-, que nunca pensé que sería así.
1 comentario:
Vale. Te espero mañana.
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