sábado, octubre 28, 2006

Hiena de dudas


Saludos quejumbrosos y saltitos jorobados, carroñitas mías; hace más de un mes de la última vez que me digné pasear mi peluda chepa por esta cuevecilla virtual, pero las cosas siguen básicamente igual. Bueno, he conseguido entrar en el fantabuloso máster en Producción de Carroña que tanto nos gusta a todos y hacerme un confortable montón de estiércol sobre el que poder vegetar a placer, pero por ahora no hay ni becas, ni trabajo, ni encargos, ni nada. Ser hiena es duro.

¿Por qué será que la mayoría de estudios que contestan a mis envios de currículum son de más allá de nuestras fronteras, mayormente de los idílicos EEUU? Quizá por aquello que se dice de que nadie es profeta en su tierra, quizá porque el rollito Latin Lover se sigue estilando en algunos de los más atrasados Estados, o quizá porque allí no practican ya las viejas artes del papel y el dibujo anatómico a la usanza renacentista. El caso es que cruzar el charco no me apetece demasiado hoy por hoy, y menos tal como está la cosa en la nación más poderosa y paranóica del mundo. Aunque, puestos a hablar de regímenes paranóicos, creo que los chinos y alguno de los antiguos países comunistas se llevan la palma.

Durante lo poco que queda antes de que se abran las convocatorias a mis becas preferidas, me deberé a la práctica de uno de los deportes más nobles y de más larga tradición del mundo universitario. No, no me refiero al onanismo, tampoco al Pro, hablo de la caza al profesor. El profesor universitario es, por norma general, un ser esquivo y escurridizo una vez se encuentra fuera de su hábitat natural, que es la clase. Se trata de una presa difícil incluso para el más avezado cazador, a la que hay que saber acechar, usar el cebo más apropiado y las palabras adecuadas (pedo mellon a minno), o no hay tu tía. Del éxito de mi cacería depende el sustento de mi tribu, es decir, de mi solitaria intestinal, de la solitaria de la solitaria, y de mí mismo, servidor de ustedes y anfitrión de las susodichas.

Así pues, me despido una vez más, a recorrer con mis irregulares saltos el ancho mundo, desfaciendo entuertos y gorroneando carroña por doquier. Sabed que, si caigo, será en el cumplimiento del deber último de todo ser humano: intentar conseguir el modo de pegarme la vida padre. Recordadme con orgullo, carroñitas mías.